Un pequeño minarete hace las veces de chimenea, exutorio y demás hueco que aprovecha una familia de pajarillos para buscar nido.

Con paciencia, se pueden contar los viajes que hacen las madres, antes el genérico “padres”, para abastecer los picos abiertos que no se sacian ingiriendo una gran variedad de insectos.

La progenitora, progenitor, se incomoda viendo cómo el humano se arrimó a su espacio de confort, no se atreve a meterse a la chimenea y espera con estoicismo a ver qué hace el mono sabio.

El ave se las arregla para seguir piando con la caza atenazada en su pico, la prole grazna en el interior sabiendo que les llega la comida.  

Hasta cuatro amagos de entrar y salir para comprobar si el humanoide es un peligro, hasta hace un vuelo intimidatorio cambiando su agradable silbido por un ronquido de enfado.

 Viendo que el animal de dos patas no supone un peligro, acaba adentrándose y coloca en la boca más chillona la presa. Vuelta a empezar.

 La observación es la madre de las ciencias.

 La cuestión está en extrapolar la obligación parental, que apenas si ha modificado desde que lo dinosaurios con plumas iniciasen, con la carrera evolutiva de la Humanidad y la crianza, que nos lleva a celebrar el Día de la Madre. 

 Quizás sea un buen regalo, para los hijos, observar la naturaleza y ver cómo es el trabajo de las madres, antes el genérico “padres”, a vista de pájaro.