De un tiempo a esta parte se reparten carnés de demócrata en determinadas sedes políticas, como salvoconductos de buen hábito social. De tal manera que se exige, para obtener la calificación que habilita a los bienhechores, la obligación de asumir como un acto de fe ineludible que se amnistíe a la carta a delincuentes contra el Estado; que se acuse a los jueces de injerencia en otros poderes con palabrejas de otros idiomas; o que se avienten cruzadas contra periodistas por el mero hecho de no compartir la ortodoxia oficial, que convierte toda opinión discordante en herejía.
Y así se ha llegado a una situación donde los que militan en determinadas siglas son los buenos, el pueblo elegido portador de las esencias democráticas, mientras los restantes son los malos, los dinamiteros del sistema, los que sobran. Un tradicional votante socialista que no comulgue con las piedras de molino del sanchismo ni rinda culto a la personalidad del gran timonel, plenipotenciario arquitecto de la nueva España, será considerado no ya un traidor o un apátrida, sino un integrante más de la nómina de la “fachosfera”. Se trata de una táctica totalitaria rancia, la de señalar, denigrar y perseguir a quienes piensan distinto.
De obligado cumplimiento es también la inquebrantable adhesión al líder, al que es menester pasear por las calles cuando vienen mal dadas, subido sobre el escudo arverno de Vercingétorix, como a César en el cómic de Asterix. De ahí el altavoz al coro de plañideras y a la recua de mamporreros que han salido al paso de la misiva presidencial entonando al unísono: “No te vayas, Pedro, quédate con nosotros, que la tarde está cayendo”. No sea que les vaya a castigar el sumo pontífice laico con el látigo de su indiferencia y se les acabe la mamandurria. Había un alemán en el séquito del emperador Maximiliano capaz de reproducir cualquier cántico en honor de su señor con el retronar de su trasero. Pues igual estos.
